Llegué a casa y te encontré esperándome
Sentada en el piso
Aún te veías bien
Eran las once péeme
Yo llegaba cansado
Te dije, pareces una piedra estacionada
Tú me dijiste, ¡Dime algo, cualquier cosa, pero dime algo!
Algo, te dije
Intentamos reír pero en el intento nuestros ojos brillaron
Me preguntaste, ¿es eso verdad de que somos
palmeras hawaianas?
Que aunque Lima nunca sepa qué es nevar
¿100pre hay alguien en esta arenosa ciudad
que te espera dulcemente?
Sí, te dije
Pero ahora, ¡dime algo!, me volviste a decir
Algo, te dije otra vez
Reímos
¡Dime algo, cualquier cosa!
Pero dime algo para no sentirme tan triste!, me imploraste
Y yo te volví a repetir: algo
Un paso al Costado (Estracto de la Nouvelle)
Un buen día, revisando mi correo electrónico, hallé un mensaje de David proponiéndome encontrarnos la noche del año nuevo debajo de la Torre Eiffel (exactamente a las cero horas). Él me esperaría con una botella de champán, ansioso por festejar su matrimonio con Andrea. Ese mensaje me dio un ataque de risa pero me inquietó mucho, tanto así, qué decidí buscar a Vea. Caminé varias calles hasta cansarme y entrar en razón, y darme cuenta de que estaba a punto de buscar una parte de mi pasado solo para engañarme otra vez. Y me detuve, fue lo mejor que hice, encendí un cigarrillo, y me senté en una esquina. Todos parecían correr en varias direcciones.
Al promediar las ocho de la noche, regresé a casa y encontré a Oriana preparando tallarines con salsa verde. Había comprado una botella de vino y llevaba puesto aquel vestido negro ceñido al cuerpo. Me quité el gabán, la abracé, la besé, y le pedí que se casara conmigo. Entonces todo se congeló, y Oriana empezó a llorar, moviendo su cabeza de izquierda a derecha repetidas veces, mientras el olor a salsa de albahaca invadía toda la cocina.
El Primer Beso
— Solo tienes que cerrar los labios, y soplar…
Ella sonrió, se sonrojó, ahí, en aquellas mejillas que alojan innumerables pecas, y de repente cedió al pedido, nerviosa, inquieta.
Sentiste otro tipo de humedad, ¿no? Las horas corrían. Seguro que tu madre se preguntaba por ti, angustiada. Y te era imposible imaginarte de regreso a casa. ¿Para qué? Si podías soportar los gritos y quejas de tu madre, abrazando tu hipopótamo no color plomo sino azul, ¿recuerdas? Aquel peluche se volvió tu perfecto paño de lágrimas cuando el mundo no te comprendía.
Así fue tu primer beso. El verano del 99. Una cátedra de confianza y seguridad. Y fue en el paradero de Barros. Te inyectaron esa cuota de confianza y seguridad que siempre buscaste en papá, pero que él no te la podía dar porque era papá. Y ahora este chico, un nombre raro, veintidós años, chamarra negra de cuero, chanca buques, yin negro, no, no, plomo rata, Levi’s, etiqueta roja; te acuerdas de eso porque Tamara siempre te decía que los Levi’s que no sean etiqueta roja no eran originales.
Esos cabellos negros, esas cejas pobladas y sonrisa de pillo, aunque de pillo solo tuviera la sonrisa, porque en la vida real era tímido, discreto, creyendo que con un megáfono en mano armaría una revolución, y el motivo serías tú, hermosa Liv.
Y entonces él, con sus sueños y sus ansias y su rostro de niño triste, te dijo que cierres los ojos, esos ojos achinados, tristes; esos que tantas cosas vieron pero que no se atreven a recordar así nomás. Te dijo que primero cierres los ojos, luego tus labios, y que al final soplaras. Él haría lo demás.
Tu primer beso fue una huida, un momento inquietante, una fotografía, un susurro, dulcemente.
Y la noche, que cae sobre ti, como pidiendo permiso para rebobinar una última vez, antes de cerrar los ojos e intentar dormir. Tus dedos rozando tus labios, recorriendo tu tórax, hasta, lentamente, estacionarse ahí donde solo tú y luego él tendrán acceso.
Ahora descansa, el sueño no está invitado.
Ella sonrió, se sonrojó, ahí, en aquellas mejillas que alojan innumerables pecas, y de repente cedió al pedido, nerviosa, inquieta.
Sentiste otro tipo de humedad, ¿no? Las horas corrían. Seguro que tu madre se preguntaba por ti, angustiada. Y te era imposible imaginarte de regreso a casa. ¿Para qué? Si podías soportar los gritos y quejas de tu madre, abrazando tu hipopótamo no color plomo sino azul, ¿recuerdas? Aquel peluche se volvió tu perfecto paño de lágrimas cuando el mundo no te comprendía.
Así fue tu primer beso. El verano del 99. Una cátedra de confianza y seguridad. Y fue en el paradero de Barros. Te inyectaron esa cuota de confianza y seguridad que siempre buscaste en papá, pero que él no te la podía dar porque era papá. Y ahora este chico, un nombre raro, veintidós años, chamarra negra de cuero, chanca buques, yin negro, no, no, plomo rata, Levi’s, etiqueta roja; te acuerdas de eso porque Tamara siempre te decía que los Levi’s que no sean etiqueta roja no eran originales.
Esos cabellos negros, esas cejas pobladas y sonrisa de pillo, aunque de pillo solo tuviera la sonrisa, porque en la vida real era tímido, discreto, creyendo que con un megáfono en mano armaría una revolución, y el motivo serías tú, hermosa Liv.
Y entonces él, con sus sueños y sus ansias y su rostro de niño triste, te dijo que cierres los ojos, esos ojos achinados, tristes; esos que tantas cosas vieron pero que no se atreven a recordar así nomás. Te dijo que primero cierres los ojos, luego tus labios, y que al final soplaras. Él haría lo demás.
Tu primer beso fue una huida, un momento inquietante, una fotografía, un susurro, dulcemente.
Y la noche, que cae sobre ti, como pidiendo permiso para rebobinar una última vez, antes de cerrar los ojos e intentar dormir. Tus dedos rozando tus labios, recorriendo tu tórax, hasta, lentamente, estacionarse ahí donde solo tú y luego él tendrán acceso.
Ahora descansa, el sueño no está invitado.