Conforme la violencia del autoproclamado Estado Islámico se ensaña contra cristianos, yazidíes y otras minorías, nuevas voces se suman a la condena. Entre ellas destacan las del mundo musulmán, desde las bien articuladas de los imanes de la Gran Bretaña o del King Abdullah Bin Abdulaziz International Centre for Interreligious and Intercultural Dialogue (KAICIID), con sede en Viena, pasando por intelectuales y periodistas de diversas latitudes, hasta conmovedoras manifestaciones de la gente sencilla. Su clamor es unánime. Los fanáticos manipulan el Islam, pervierten el Corán y traicionan la religión que dicen profesar. Me recuerdan la lección de Ratisbona del profesor Ratzinger.
 
El 13 de septiembre de 2006, Joseph Ratzinger, entonces Benedicto XVI, visitó la universidad de Ratisbona donde algua vez diera clases. Dictó una memorable lección que hoy resuena con fuerza. Habló de la natural vocación de las religiones por la justicia y la paz, cuya realización depende de la correcta articulación entre fe y razón, a su vez uno de los grandes tópicos de su teología y magisterio. Explicó cómo, cuando el diálogo falla, se presentan las patólogías de la razón y de la religión que les deslizan, en el extremo, al fanatismo. Entonces, ante el ascenso de la irracionalidad disfrazada de fundamentalismo, lanzó un reto a los musulmanes para condenar la violencia como medio para imponer la fe, sin excusar del lance a los cristianos.
 
El Papa Benedicto XVI había puesto el dedo en la llaga. Tres reacciones deben recordarse. Por un lado, la conseja mediática e intelectual de occidente, esa que se dice la epónima expresión de tolerancia y libertad, se lanzó con violencia irracional contra Ratzinger acusándolo de fanático y provocador, cuando en realidad había hecho una contundente invitación al diálogo en la razón. Por otro lado, quienes traicionan el Corán lanzaron condenas incendiarias llamando a más violencia. En ambos casos le dieron la razón a Ratzinger. Unos y otros se mostraron infectados de las patologías descritas en la lección de Ratisbona.
 
A contrapelo, la reacción más interesante y contundente provino del Islam. Un nutrido grupo de líderes e intelecutales musulmanes firmaron una carta en la cual recogían el reto del diálogo. Su epicentro fue el Reino de Jordania, pero rápidamente se extendió por diversas latitudes. En ella, además de señalar sus desacuerdos con el profesor, condenaron a cuantos pretenden imponer por la violencia “sueños utópicos en los cuales el fin justifica los medios”. Demostraron que no sólo Ratzinger tenía razón.
 
Es justo decir que la lección y la carta no empezaron el diálogo entre cristianos y musulmanes, pero sin duda fue factor importante para impulsarlo a niveles nunca antes vistos. Hoy, estoy cierto, este diálogo está dando frutos no solamente entre ciertas élites, también entre la gente del común quienes, mucho antes de que aparecieron esos fanáticos, habían hecho de la convivencia interreligiosa su forma natural de ser y hoy protestan porque quieren seguir viviendo de la misma manera. En mi opinión, es la voz más potente de entre cuantas puedan ser escuchadas. El encuentro entre la gente sencilla y la intelectualidad me llena de esperanza. Cuando esta relación se alimenta con paciencia y constancia, entonces genera movimientos culturales poderosos.
 
Ahora bien, la memorable lección de Ratisbona tuvo otras consecuencias que hoy podemos observar en interesante claroscuro. Las palabras de Ratzinger dieron mayor impulso a una idea nacida de la realidad de las persecuciones religiosas del siglo XIX y primera mitad del XX vistas a la luz del Evangelio, expresada claramente en el Concilio Vaticano II, alimentada por el Magisterio pontificio posterior y articulada por lo mejor de la diplomacia de la Santa Sede. Se quiere hacer de la libertad religiosa una de las piedran angulares del Derecho y las relaciones internacionales. Por eso el constante esfuerzo de la Iglesia para favorecer la voz de los líderes y movimientos religiosos que buscan la paz mediante la justicia de suerte que se generen ambientes de convivencia armónica en cada sociedad, una iniciativa que genéricamente se llama “el espíritu de Asis”. La libertad religiosa, pues, debe convertirse en cultura con el apoyo decidido de las políticas públicas de los diferentes estados.