FERROL. D.E.P.

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Este no va a ser un relato breve ni un apunte literario. Este texto es una necrológica.
Es así porque a Ferrol le queda poco. Muy, muy poco. Ya está intubado en la U.V.I. y sus familiares se están repartiendo la herencia, con las típicas discusiones sobre las tierras y el catastro. Así de grave está la cosa, fíjate tú. Hay quien quiere alargar la agonía con centros comerciales pero es ya irreversible.

No quiero dejarme llevar por la nostalgia porque eso empaña cualquier crítica, pero es imposible ser de allí y no sentir que a Ferrol lo están matando y se está muriendo. A partes iguales. Lo están (estamos) matando porque nadie toma ni una sola decisión para traerlo de vuelta a la realidad. Y se está muriendo porque, en el fondo, Ferrol está ya cansado de pelear y lo único que quiere es que no le toquen más los huevos y poder diluirse sin molestar a nadie. Ferrol siempre ha sido la menos gallega de “Las Siete Ciudades” pero para desaparecer no es diferente: “a min deixádeme que morra en casa e non andedes a marear“.

Ya no es cuestión de ponerse a hablar de los años de gloria y esplendor de mediados de siglo, simplemente con echar un vistazo 5 o 6 años atrás, ya huele bastante a chamusquina. Hace menos de una década, la cosa no era para tirar cohetes, pero Ferrol era una buena ciudad. Era bonita a su manera, y uno salía de compras o a tomar algo por el barrio de la Magdalena y tenía que practicar el deporte local predilecto: “esquivar señoras y niños”. Por eso hubo que hacer lo más peatonal posible el centro; Ya desde la época de la Ilustración la “Finuca” y la “Cuchi” de turno se paraban a charlar ocupando la acera y provocando atascos.
Ahora la ciudad ha cambiado y todo eso ya no ocurre. No porque Finuca y Cuchi no estén, que ahí siguen las condenadas, sino porque ya no está todo lo demás. No hay ya casi lugares donde ir de compras, donde tomarse algo ni donde disfrutar de un rato de ocio. No hay niños, no hay cine, no quedan casi tiendas y no hay propuestas ni oferta para pasar un día de diversión. Nada, ni siquiera yo mismo, sigue allí. Sólo viejas y baches. Ah, los baches. Cuenta la leyenda que los Dinosaurios viajaron al norte en busca de un clima más propicio hasta que pasaron por Ferrol, aquí cayeron en los baches y prácticamente se extinguieron para no dejar rastro. De hecho, sólo quedaron dos especies: Finuca y Cuchi.
El problema de Ferrol es un poco el mismo que el de Kaká: se le tiene mucho cariño porque fue muy grande y maravilloso, pero ya está bien de esperar lo que nunca va a volver a ocurrir. De hecho, la manía de las resurrecciones provocadas impide ver bien la magnitud del problema. A Kaká se le resucita cada pretemporada y la ciudad Departamental también coge un poco de aliento cada verano, cuando Madrid se acuerda de que ambos existen. En los inicios de la primavera pasa igual. Ferrol cobra vida y Kaká se postula como el gran salvador, justo cuando coinciden la Semana Santa y las eliminatorias de Champions. Son espejismos de domingo de Resurrección. Por mucho que se confíen a Dios para salvarse, ninguno de los dos tiene remedio.

Kaká enchufa de vez en cuando algún golito por la escuadra, y Ferrol organiza algún mercado de la Ilustración o un Equiocio para embellecer el escaparate. Pero el problema sigue ahí inamovible: Los dirigentes son unos inútiles y unos interesados, y desde abajo pasamos de trabajar por cambiarlo.
El detonante para acabar escribiendo este texto es el cierre (obligado) de Balance. No voy a entrar ni en el cómo ni en el por qué, ni siquiera voy a decir nada del tema porque no soy objetivo: era mi segunda casa. No me gustaba mucho la música y la decoración me parecía un poco hortera, así que imaginad la calidad humana que había detrás para que aquello fuese una familia para mí.
El golpe moral es que el Balance era el último pedazo de mi juventud y mi vida que quedaba en Ferrol. Una juventud que todos teníamos en común. De ir a los cines Galicia y Azul a ver pelis de Pixar, de pasear tardes enteras por el centro, de napolitanas de Popi y futbolines. Una vida nocturna que iba del Sikaru, al CBC, al Rompeolas y a la Boheme. Del Colonial, al Tartaruga y a Caché. De Zebra al West, del “medio con” del Canario al bocadillo de tortilla del Zahara. De Arbolitos y el primer Fin de Año en el Club de Campo. Hablo de pocos ejemplos porque mi juventud me hace dejarme a mucho local histórico en el tintero, pero es lo mismo. Ahora la mayoría de esos sitios o no existen, o están irreconocibles.

Y no nos han arrebatado mesas donde comer o barras de bar. No. Nos han quitado todo lo que allí dentro vivimos. Risas, borracheras, tarimas, goles, besos, ligoteos memorables e inefables, cobras, canciones, gritos, hostias. Todo. Cuando queríamos disfrutar de la vida y cerrar todos los bares no esperábamos hacerlo tan literalmente. Cerraron todos.
A veces imagino ya el éxtasis geriátrico absoluto. Un Ferrol desierto, con todo cerrado. TODO. Una plaza de Amboage vallada dónde los niños no puedan patear un balón. Un Cantón acordonado para evitar el botellón y los primeros besos mal dados de la pubertad. Los jardines de Herrera rodeados de un enorme foso para que ningún grupo de jóvenes pueda reír al son de un porro sin molestar a nadie. Una ciudad desierta con Pilarita, Paula Vazquez y Pedre “el Corino” sentados en la Plaza de Armas, para saludar a la gente y que los turistas se saquen fotos. A eso conduce todo lo que se ha logrado. A un futuro así.
El problema es que nadie, ni yo mismo, hace nada hasta que ya es tarde. Adormecidos por el verano y la semana santa hemos perdido lo que quedaba. Mientras la piel se asa en Doniños, olvidamos que nada más se cuece en ninguna otra parte. Ferrol está muerto. Y no, no está de parranda. Ya no se puede. “Se que aquí nací y aquí ya no quiero quedarme, aquí ya no está mi hogar, donde se acaba el bar.”
Estas líneas no son más que eso: una rabieta. No puede ser que no haya nada, ni ocio ni oportunidades laborales, para los jóvenes que salen de aquí. No puedo aportar soluciones porque soy parte del problema, y no se me ocurre nada más allá de manifestaciones masivas o parir un buen plan de reactivación de la ciudad. Y no están los tiempos para meterse en política. Además, aquí esforzarse en algo, es el primer paso para llevarse un bofetón.
Por mi parte solo me queda volver lo menos posible (ya era poco) y esperar a que éste sitio vuelva a ser útil para mí. Volveré cuando sea un viejo amargado y me guste que las calles no me ofrezcan nada más que silencio y piedra. Con 70 años nos cruzaremos todos por las aceras vacías y mascullaremos topicazos de velatorio al calor de una ciudad con rigor mortis: “No somos nadie”, “Siempre se van los mejores”, “Estaba en la flor de la vida” ,“Se nos acabó el Ferrol de tanto usarlo”, “Míralo ahí, si parece que está dormido”.
Ferrol está muerto. Larga vida a Ferrol. 
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