SANTOS ZACARÍAS e ISABEL. La Iglesia conmemora hoy a estos venerables santos, los padres de san Juan Bautista, el Precursor del Señor. Toda la información que tenemos sobre ellos nos la proporciona el Evangelio según san Lucas en su relato de la infancia de Jesús (Lc 1). En la Anunciación, el ángel Gabriel dijo a María que su pariente Isabel, a quien llamaban estéril, estaba en el sexto mes de su embarazo. La Virgen fue con prontitud a visitarla y, cuando entró en su casa, Isabel sintió que el hijo saltaba de gozo en su seno, y llena del Espíritu Santo exclamó: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre». Como respuesta a tal saludo, María entonó el Magníficat. Zacarías era sacerdote y cuando oficiaba en el Templo de Jerusalén, el ángel le anunció que su mujer le daría un hijo. Él titubeó, y quedó mudo. Cuando Isabel dio a luz y fueron a circuncidar al niño, Zacarías dijo por escrito que se había de llamar Juan. Entonces se le soltó la lengua al padre y llenó de Espíritu Santo profetizó diciendo: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel...», el Benedictus, alabando a Dios redentor y anunciando la próxima aparición de Cristo.
HALLAZGO DEL CUERPO DE SANTA CLARA. Santa Clara murió el 11 de agosto de 1253 en el monasterio de San Damián, a las afueras de Asís, y fue enterrada en la iglesia de San Jorge. Construida la Basílica de la Santa en Asís, su cuerpo fue depositado, el 3 de octubre de 1260, en una tumba de piedra colocada profundamente debajo del altar mayor, donde permaneció inaccesible durante casi seis siglos. El hallazgo del cuerpo de san Francisco en 1818, despertó el deseo de sacar también a la luz el cuerpo de santa Clara. En 1850 Pío IX autorizó las pertinentes excavaciones, y el 23 de septiembre de aquel mismo año se abrió solemnemente el sepulcro que contenía los restos de la Santa, que, el 3 de octubre de 1872, fueron depositados en una urna de azófar en la nueva cripta construida para tal efecto. La ubicación actual de los restos de santa Clara es de 1987, después que las santas reliquias fueran sometidas a un tratamiento conservativo adecuado.- Oración: Oh Dios, que infundiste en santa Clara un profundo amor a la pobreza evangélica, concédenos, por su intercesión, que, siguiendo a Cristo en la pobreza de espíritu, merezcamos llegar a contemplarte en tu reino. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


SAN PÍO DE PIETRELCINA . Nació en Pietrelcina (Benevento, Italia) el año 1887, y en 1903 entró en la Orden Capuchina. Ordenado de sacerdote en 1910, fue destinado en 1916 al convento de San Giovanni Rotondo, donde permaneció hasta su muerte, desarrollando una extraordinaria aventura de taumaturgo y de apóstol del confesonario. Desde 1918 llevó en su cuerpo las llagas del Señor y fue objeto de otros dones divinos extraordinarios. Se santificó viviendo a fondo en carne propia el misterio de la cruz de Cristo y cumpliendo en plenitud su vocación de colaborador en la Redención. Centró su vida pastoral en la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía. Su preocupación por los pobres y los enfermos se materializó en la «Casa Alivio del Sufrimiento». Otra iniciativa suya fueron los grupos de oración, que rápidamente se extendieron por todo el mundo. Murió el 23 de septiembre de 1968 en San Giovanni Rotondo (Apulia). Juan Pablo II lo beatificó en 1999 y lo canonizó en 2002.- Oración: Dios omnipotente y eterno que, con gracia singular concediste al sacerdote san Pío participar en la cruz de tu Hijo y, por medio de su ministerio, has renovado las maravillas de tu misericordia, concédenos, por su intercesión, que unidos constantemente a la pasión de Cristo podamos llegar felizmente a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
BEATOS CRISTÓBAL, ANTONIO y JUAN. Son tres adolescentes mexicanos, martirizados en Tlaxcala (México) entre 1527 y 1529, y beatificados por Juan Pablo II en Ciudad de México el 6 de mayo de 1990. En tiempo de la primera evangelización de América, estos tres mártires se educaron con los misioneros franciscanos en Tlaxcala, se convirtieron y se bautizaron. «En su tierna edad fueron atraídos por la palabra y el testimonio de los misioneros y se hicieron sus colaboradores, como catequistas de otros indígenas. Son un ejemplo sublime y aleccionador de cómo la evangelización es una tarea de todo el pueblo de Dios, sin que nadie quede excluido, ni siquiera los niños» (Juan Pablo II). Cristóbal nació en 1514 ó 1515, hijo y heredero del cacique de la región. Convertido y bautizado, se dedicó luego a atraer a sus conciudadanos y a su propio padre a la fe cristiana, y a destruir ídolos. Su padre reaccionó violentamente, apaleó al hijo y lo echó a una hoguera. Era probablemente el año 1527. Antonio nació hacia 1516 en el seno de una familia acomodada. Una vez hecho cristiano, se ofreció para acompañar a los misioneros dominicos. Con él iba su criadoJuan, que había nacido el año 1516 en el seno de una familia pobre y era criado de Antonio. Cuando colaboraban con los misioneros, un grupo de indios paganos los apaleó hasta matarlos.
BEATA BERNARDINA (María) JABLONSKA. Nació el año 1878 en Pyzuny Lukawica (Polonia). Durante algún tiempo vivió en la oración y silencio de una ermita. Hija espiritual de san Alberto Chmielowski, colaboradora y continuadora de su obra de misericordia, se consagró al servicio de los más pobres viviendo ella misma la pobreza. En 1897 ingresó en la Tercera Orden Franciscana. Solía decir: «El dolor de mi prójimo es mi dolor». Fue cofundadora de la congregación de las Terciarias Franciscanas Siervas de los Pobres, llamadas Albertinas, rama femenina de la congregación fundada por san Alberto. A la vista de tanta miseria como hallaba en el cumplimiento de su misión religiosa, pasó por una fuerte crisis, de la que la sacó el Hno. Alberto, el cual hizo que la nombraran primera superiora general. Junto con él fundó hospicios para los enfermos y para los que habían quedado sin hogar a causa de la guerra. Murió el 23 de septiembre de 1940 en Cracovia (Polonia). Juan Pablo II la beatificó en 1997.
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San Adamnano. Nació en Irlanda hacia el año 625. Abrazó de muy joven la vida monástica en el monasterio de la isla de Iona (Escocia), fundado por san Columbano, al que le unían lazos de parentesco. Se ordenó de sacerdote y fue elegido abad. Era un gran conocedor de las Sagradas Escrituras y un amante incansable de la unidad y de la paz, en la Iglesia y entre los príncipes de su tiempo. Tanto en Escocia como en Irlanda, con su predicación persuadió a muchos para celebrar la Pascua según la tradición romana. Murió en su monasterio del año 704.
Santos Andrés, Juan, Pedro y Antonio. Estos santos fueron hechos cautivos en Siracusa (Sicilia), deportados luego por los sarracenos a África, y allí sometidos a suplicios y martirizados poco después del año 881.
San Constancio. De este santo nos da noticias san Gregorio Magno en su libro de los Diálogos. Constancio, vestido con el hábito de monje, prestaba el servicio de sacristán en la iglesia de San Esteban, de Ancona (Las Marcas, Italia). Era un hombre humilde, lleno de espiritualidad y virtudes, y Dios se servía de él para obrar milagros. Su vida se sitúa en el siglo V.
San Lino, papa del año 67 al año 76. Según refiere san Ireneo, fueron los Apóstoles Pedro y Pablo quienes le confiaron la Iglesia de Roma, cabeza de todas la Iglesias, y así fue el primer sucesor de Pedro como obispo de Roma. San Pablo, en su segunda carta a Timoteo, lo recuerda como discípulo suyo (cf. 2 Tm 4,21).
San Sosio (o Sosso). Diácono de la Iglesia de Miseno (Campania, Italia). Según refiere el papa san Símaco, cuando trataba de salvar la vida de su obispo, compartió con él la muerte y la gloria del martirio hacia el año 305.
Beata Ascensión de San José de Calasanz Lloret Marco. Nació en Gandía (Valencia, España) en 1879. Ingresó en el noviciado de las Carmelitas de la Caridad (Vedrunas) en 1898 y, hecha la profesión, estuvo en Castellón, Valencia y Benejama (Alicante). Cuando, por la persecución religiosa, la comunidad tuvo que abandonar el Colegio, se refugió con los suyos en Gandía. El 7 de septiembre de 1936, estando en casa junto con su hermano Salvador, Escolapio, se presentaron seis milicianos armados con escopetas para fusilarlos a ambos. Se desconocen las circunstancias concretas del martirio. El Martirologio romano la conmemora el 23 de septiembre.
Beato Carmelo María Moyano. Nació en Villaralto (Córdoba) en 1891. Ingresó en la Orden Carmelitana en 1907; terminó los estudios teológicos en Roma y fue ordenado sacerdote en 1914. De regreso en España, ejerció la docencia y entre otros cargos fue nombrado provincial. Cuando estalló la revolución de 1936, formaba parte de la comunidad de Hinojosa del Duque (Córdoba). Lo detuvieron el 14 de agosto de 1936 y lo llevaron a la cárcel del pueblo, donde estuvo en pésimas condiciones, maltratado y vejado, hasta que el 23 de septiembre de 1936 lo fusilaron en las afueras de Hinojosa. Beatificado el 13-X-2013.
Beata Elena Duglioli. Nació en Bolonia (Italia) el año 1472 en el seno de una familia distinguida. Pronto manifestó su tendencia al recogimiento, a la oración y a las obras de caridad. Quiso ingresar en el monasterio de las clarisas del Corpus Domini, pero no se lo permitió su familia. A los quince años fue dada en matrimonio a un notario de la ciudad, con el que vivió treinta años santamente y en profunda sintonía espiritual. Cuando quedó viuda, se consagró por completo a las obras de caridad y religión. Dotada de un singular don de discernimiento, fue consejera de gentes humildes y de gentes poderosas, y los mismos papas Julio II y León X se encomendaron a sus oraciones. Murió en Bolonia el 23 de septiembre de 1520.
Beato Guillermo Way. Nació en Exeter (Inglaterra) el año 1562. Estudió en el seminario inglés de Reims (Francia) y se ordenó de sacerdote en septiembre de 1586. Volvió a su patria en diciembre de aquel mismo año y empezó un intenso apostolado, pero seis meses después fue detenido y condenado como traidor por haberse ordenado en el extranjero. El 23 de septiembre de 1587 lo ahorcaron, destriparon y descuartizaron en Kingston-on-Thames, reinando Isabel I.
Beato José Stanek. Nació en Lapsze Nizne, diócesis de Cracovia (Polonia), el año 1916. Profesó en la Sociedad del Apostolado Católico (Palotinos) en 1937 y recibió la ordenación sacerdotal en 1941. Cuando se produjo la insurrección de Varsovia, él fue capellán de los insurrectos, a la vez que se dedicaba al cuidado de los pobres y menesterosos. Para salvar al mayor número posible de insurrectos, quiso mediar ante los alemanes, pero éstos lo detuvieron y lo ahorcaron en público, con la sotana puesta, el 23 de septiembre de 1944.
Beata María Emilia Tavernier. Nació en Montreal (Canadá) el año 1800 en el seno de una familia humilde. Contrajo matrimonio, tuvo tres hijos y formó una familia feliz, hasta que murieron el marido y los tres hijos. En medio de tanto dolor, la confortaron y animaron la Virgen de los Dolores y la Cruz de Cristo. Abrió su casa a los indigentes, convirtiéndola en la «Casa de la Providencia». Con la ayuda de otras personas y bajo el impulso del obispo, fundó la Congregación de las Hermanas de la Providencia de Montreal para servir a los huérfanos, ancianos y enfermos mentales. Murió en su ciudad natal el 23 de septiembre de 1851.
Beato Pedro Acotanto. Fue monje en Venecia (Italia), rehusó por humildad el oficio de abad, y prefirió vivir recluido en el claustro como un simple monje. Murió el año 1187.
Beatas Sofía Ximénez Ximénez, María de la Purificación Ximénez Ximénez y María Josefa del Río Messa. Estas tres mártires de la persecución religiosa en España estaban emparentadas entre sí: Sofía era hermana de María de la Purificación y madrastra de María Josefa. Sofía era seglar, casada y madre de familia; las dos Marías eran religiosas Carmelitas de la Caridad (Vedrunas). Y a las tres las fusilaron, a causa de su fe, el 23 de septiembre de 1936 en Benicalap-Valencia. Sofía nació en Valencia el año 1876, contrajo matrimonio con Carlos del Río, que era viudo, y cuidó a sus hijos propios, a los hijos del primer matrimonio de su marido y a familiares de éste. Fue una esposa y madre modelo en su hogar, y ejerció el apostolado y la caridad. En 1936 acogió en su casa a religiosas expulsadas de sus conventos y ayudó a presos de checas y cárceles. María de la Purificaciónnació en Valencia el año 1871. Hecha la profesión religiosa, tuvo varios destinos en los que fue madre de novicias y superiora. Era de corazón humilde y tenía un atractivo innato que cautivaba a todos. Cuando estalló la persecución religiosa, dejó el convento de Tarragona y su refugió en casa de su hermana Sofía. María Josefa nació en Tarragona el año 1895. Su padre contrajo segundas nupcias con la beata Sofía Ximénez, que la quiso como madre. Después de su profesión en las Carmelitas de la Caridad, la destinaron al colegio de Gracia, en Barcelona, donde estuvo hasta 1936. Cuando, por la persecución religiosa, la comunidad tuvo que dispersarse, fue a casa de Sofía, su madrastra.
Beato Vicente Ballester Far. Nació en Benidoleig, provincia de Alicante en España, en 1888. Estudió en el seminario de Valencia y se ordenó de sacerdote en 1913. Ejerció siempre su ministerio en Xabia, diócesis de Valencia y provincia de Alicante, como capellán del mar y de aduanas y también de las Agustinas Descalzas. Era muy apreciado por los pescadores. Tuvo gran devoción a la Eucaristía. Vivió siempre pobre y austero, atendía a los pobres y fue buen catequista. Cuando arreció la persecución religiosa, marchó a su pueblo, donde lo detuvieron los revolucionarios que lo asesinaron en la carretera entre Teulada y Benissa (Alicante) el 23 de septiembre de 1936.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN
Pensamiento bíblico:
San Pablo escribió a los Corintios: «Yo mismo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Cor 2,1-2).
Pensamiento franciscano:
Dice san Francisco en su Regla: «Todos los hermanos empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo, y recuerden que ninguna otra cosa del mundo debemos tener, sino que, como dice el Apóstol: teniendo alimentos y con qué cubrirnos, estamos contentos con eso. Y deben gozarse cuando conviven con personas de baja condición y despreciadas, con pobres y débiles y enfermos y leprosos y los mendigos de los caminos» (1 R 9,1-2).
Orar con la Iglesia:
En comunión de fe y de esperanza con la Virgen María, dirijamos al Padre nuestra oración, diciéndole y repitiéndole: Hágase en nosotros tu voluntad, Señor.
-Para que toda la Iglesia acoja dócilmente, como María, la Palabra de Dios, con toda su carga de novedad y de gracia.
-Para que, a ejemplo de Cristo y de María, sepamos adherirnos con amor a la voluntad del Padre y ponerla en el centro de nuestras opciones de vida.
-Para que en Cristo, nuevo Adán, y en María, nueva Eva, sea reconocida la imagen y dignidad de la persona humana, salida de las manos del Creador.
-Para que la sabiduría del Evangelio inspire siempre a la humanidad y la oriente en el camino que lleva a la implantación del reino de Dios.
Oración: Dios Padre que, por el anuncio del ángel, nos revelaste la encarnación de tu Hijo, guíanos, por su pasión y cruz y con la intercesión de la Virgen María, a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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SAN PÍO DE PIETRELCINA 
De la Homilía de Juan Pablo II en la canonización (16-VI-2002)
1. «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30).
Las palabras de Jesús a los discípulos que acabamos de escuchar podemos considerarlas como una magnífica síntesis de toda la existencia del padre Pío de Pietrelcina. La imagen evangélica del «yugo» evoca las numerosas pruebas que el humilde capuchino de San Giovanni Rotondo tuvo que afrontar. Hoy contemplamos en él cuán suave es el yugo de Cristo y cuán ligera es realmente su carga cuando se lleva con amor fiel. La vida y la misión del padre Pío testimonian que las dificultades y los dolores, si se aceptan por amor, se transforman en un camino privilegiado de santidad, que se abre a perspectivas de un bien mayor, que sólo el Señor conoce.
2. «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál 6,14).
¿No es precisamente el gloriarse de la cruz lo que más resplandece en el padre Pío? ¡Cuán actual es la espiritualidad de la cruz que vivió el humilde capuchino de Pietrelcina! Nuestro tiempo necesita redescubrir su valor para abrir el corazón a la esperanza. En toda su existencia buscó una identificación cada vez mayor con Cristo crucificado, pues tenía una conciencia muy clara de haber sido llamado a colaborar de modo peculiar en la obra de la redención. Sin esta referencia constante a la cruz no se comprende su santidad.
En el plan de Dios, la cruz constituye el verdadero instrumento de salvación para toda la humanidad y el camino propuesto explícitamente por el Señor a cuantos quieren seguirlo. Lo comprendió muy bien el santo fraile del Gargano, el cual, en la fiesta de la Asunción de 1914, escribió: «Para alcanzar nuestro fin último es necesario seguir al divino Guía, que quiere conducir al alma elegida sólo a través del camino recorrido por él, es decir, por el de la abnegación y el de la cruz» (Epistolario II, p. 155).
3. «Yo soy el Señor, que hago misericordia» (Jer 9,23).
El padre Pío fue generoso dispensador de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos a través de la acogida, la dirección espiritual y especialmente la administración del sacramento de la penitencia. También yo, durante mi juventud, tuve el privilegio de aprovechar su disponibilidad hacia los penitentes. El ministerio del confesonario, que constituye uno de los rasgos distintivos de su apostolado, atraía a multitudes innumerables de fieles al convento de San Giovanni Rotondo. Aunque aquel singular confesor trataba a los peregrinos con aparente dureza, estos, tomando conciencia de la gravedad del pecado y sinceramente arrepentidos, volvían casi siempre para recibir el abrazo pacificador del perdón sacramental. Ojalá que su ejemplo anime a los sacerdotes a desempeñar con alegría y asiduidad este ministerio, tan importante también hoy.
4. «Tú, Señor, eres mi único bien».
Así hemos cantado en el Salmo responsorial. Con estas palabras el nuevo santo nos invita a poner a Dios por encima de todas las cosas, a considerarlo nuestro único y sumo bien. En efecto, la razón última de la eficacia apostólica del padre Pío, la raíz profunda de tan gran fecundidad espiritual se encuentra en la íntima y constante unión con Dios, de la que eran elocuente testimonio las largas horas pasadas en oración y en el confesonario. Solía repetir: «Soy un pobre fraile que ora», convencido de que «la oración es la mejor arma que tenemos, una llave que abre el Corazón de Dios». Además de la oración, el padre Pío realizaba una intensa actividad caritativa, de la que es extraordinaria expresión la «Casa de alivio del sufrimiento». Oración y caridad: he aquí una síntesis muy concreta de la enseñanza del padre Pío, que hoy se vuelve a proponer a todos.
5. «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque (...) has revelado estas cosas a los pequeños» (Mt 11,25).
¡Cuán apropiadas resultan estas palabras de Jesús, cuando te las aplicamos a ti, humilde y amado padre Pío! Enséñanos también a nosotros, te lo pedimos, la humildad de corazón, para ser considerados entre los pequeños del Evangelio, a los que el Padre prometió revelar los misterios de su Reino.
Ayúdanos a orar sin cansarnos jamás, con la certeza de que Dios conoce lo que necesitamos, antes de que se lo pidamos. Alcánzanos una mirada de fe capaz de reconocer prontamente en los pobres y en los que sufren el rostro mismo de Jesús. Sosténnos en la hora de la lucha y de la prueba y, si caemos, haz que experimentemos la alegría del sacramento del perdón. Transmítenos tu tierna devoción a María, Madre de Jesús y Madre nuestra. Acompáñanos en la peregrinación terrena hacia la patria feliz, a donde esperamos llegar también nosotros para contemplar eternamente la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
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ALZARÉ FUERTE MI VOZ A ÉL Y NO CESARÉ
De las Cartas de San Pío de Pietrelcina
En fuerza de esta obediencia me resuelvo a manifestarle lo que sucedió en mí desde el día 5 por la tarde que se prolongó durante todo el 6 del corriente mes de agosto [de 1918].
No soy capaz de decirle lo que pasó a lo largo de este tiempo de superlativo martirio. Me hallaba confesando a nuestros muchachos la tarde del 5, cuando de repente me llené de un espantoso terror ante la visión de un personaje celeste que se me presenta ante los ojos de la inteligencia. Tenía en la mano una especie de dardo, semejante a una larguísima lanza de hierro con una punta muy afilada y parecía como si de esa punta saliese fuego. Ver todo esto y observar que aquel personaje arrojaba con toda violencia tal dardo sobre el alma fue todo uno. A duras penas exhalé un gemido, me parecía morir. Le dije al seráfico que se marchase, porque me sentía mal y no me encontraba con fuerzas para continuar. Este martirio duro sin interrupción hasta la mañana del día siete. No sabría decir cuánto sufrí en este periodo tan luctuoso. Sentía también las entrañas como arrancadas y desgarradas por aquel instrumento mientras todo quedaba sometido a hierro y fuego.
Y ¿qué decirle con respecto a lo que me pregunta sobre cómo sucedió mi crucifixión? ¡Dios mío, qué confusión y humillación experimento al tener que manifestar lo que tú has obrado en esta tu mezquina criatura!
Era la mañana del 20 del pasado mes de septiembre [de 1918] en el coro, después de la celebración de la santa misa, sentí una sensación de descanso, semejante a un dulce sueño. Todos los sentidos internos y externos, incluso las mismas facultades del alma se encontraron en una quietud indescriptible. Durante todo esto se hizo un silencio total en torno a mí y dentro de mí; siguió luego una gran paz y abandono en la más completa privación de todo, como un descanso dentro de la propia ruina. Todo esto sucedió con la velocidad del rayo.
Y mientras sucedía todo esto, me encontré delante de un misterioso personaje, semejante al que había visto la tarde del 5 de agosto, que se diferenciaba de éste solamente en que tenía las manos, los pies y el costado manando sangre. Sólo su visión me aterrorizó; no sabría expresar lo que sentí en aquel momento. Creí morir y habría muerto si el Señor no hubiera intervenido para sostener mi corazón, el cual latía como si se quisiera salir del pecho. La visión del personaje desapareció y yo me encontré con las manos, los pies y el costado traspasados y manando sangre. Imaginad qué desgarro estoy experimentando continuamente casi todos los días. La herida del corazón mana asiduamente sangre, sobre todo desde el jueves por la tarde hasta el sábado.
Padre mío, yo muero de dolor por el desgarro y la subsiguiente confusión que yo sufro en lo más íntimo del corazón. Temo morir desangrado, si el Señor no escucha los gemidos de mi corazón y retira de mí este peso. ¿Me concederá esta gracia Jesús que es tan bueno? ¿Me quitará al menos esta confusión que experimento por estas señales externas? Alzaré fuerte mi voz a él sin cesar, para que por su misericordia retire de mí la aflicción, no el desgarro ni el dolor, porque lo veo imposible y yo deseo embriagarme de dolor, sino estas señales externas que son para mí de una confusión y humillación indescriptible e insostenible.
El personaje del que quería hablarle en mi anterior, no es otro que el mismo del que le hablé en otra carta mía y que vi el 5 de agosto. Él continúa su actividad sin parar, con gran desgarro del alma. Siento en mi interior como un continuo rumor, como el de una cascada, que está siempre echando sangre. ¡Dios mío!
Es justo el castigo y recto tu juicio, pero trátame al fin con misericordia. Señor-te diré siempre con tu profeta-: Señor, no me corrijas con ira, no me castigues con cólera (Sal 6,2; 37,1). Padre mío, ahora que conoces toda mi interioridad, no desdeñes de hacer llegar hasta mí la palabra de consuelo, en medio de tan feroz y dura amargura.
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LA VÍA DE LA CONVERSIÓN
EN SAN FRANCISCO DE ASÍS
«El Señor me llevó entre los leprosos»

por Lázaro Iriarte, OFMCap
«COMO ESTABA EN LOS PECADOS...»
Dado el temperamento de Francisco, rico como pocos de sensibilidad humana, no debe extrañar que Celano y los Tres Compañeros nos lo presenten desprendido en sumo grado, compasivo y liberal para con los necesitados o afligidos. El primer hecho que le acredita de tal es la victoria alcanzada en la prisión de Perusa, a fuerza de delicada cortesía, con el caballero insoportable, condenado por los camaradas de cautiverio al ostracismo (2 Cel 4; TC 4). Y anota Celano que, «libre de la prisión, se le vio más inclinado a la piedad para con los indigentes».
Por entonces ocurrió el episodio del mendigo despedido sin limosna en un momento de afanosa atención al mostrador en la tienda de paños. Al caer en la cuenta Francisco de lo que había hecho, reprochóse a sí mismo tamaña descortesía, diciéndose: «Si ese pobre te hubiera pedido algo de parte de un conde o de un barón, a buen seguro le hubieras contentado; ¡y no has querido hacerlo a quien venía en nombre del Rey de reyes y Señor de todo!». Desde aquel día propúsose no negar socorro a nadie que se lo pidiera en nombre de Dios (1 Cel 17). ¡Descortesía! En tal grado poseía el sentido de la caballerosidad -lo sabemos por su vida toda-, que se sintió profundamente rebajado a sus propios ojos por aquella acción. Lo hacen notar las fuentes: «contra su costumbre, pues era muy cortés» (Celano); «comenzó a recriminarse por su gran grosería» (AP, TC). San Buenaventura da al lance un giro más ascético, y añade que Francisco, arrepentido al instante, corrió tras el pordiosero y le dio la limosna.
Es, con todo, una caballerosidad que halla su centro de referencia en el fondo sólidamente religioso del joven mercader: Dios. Ese centro de referencia irá recibiendo poco a poco los rasgos de un rostro familiar: el de Cristo.
Francisco, ganoso de renombre, camina rumbo a Apulia entre los caballeros de Gualterio de Brienne. Un día topa con un caballero pobre, casi desnudo, y le regala su propia indumentaria flamante «por amor a Cristo». A la noche siguiente tiene el sueño del palacio lleno de arreos militares, completado poco después con otro sueño en que la voz del Señor le disuade de proseguir en la expedición y le manda regresar a Asís.
Vuelto a su patria, experimentó profundo hastío de las diversiones juveniles, mientras sentía acrecentarse en su corazón el interés por los pobres y el goce nuevo de sentarse a la mesa rodeado de ellos. Daba limosnas más frecuentes y generosas y, cuando no tenía dinero a mano, desprendíase del ceñidor o se despojaba de la camisa para remediar al necesitado; compraba utensilios sagrados y los enviaba secretamente a sacerdotes pobres; y, en ausencia de su padre, hacía preparar a Pica, su madre, la mesa completa en beneficio de los pobres; a estos no se contentaba con socorrerlos, sino que «gustaba de verlos y oírlos». El texto de los Tres Compañeros termina con esta observación: «Cambiado de esta manera por la gracia, aunque todavía llevaba vida secular, hubiera deseado hallarse en alguna ciudad donde no fuese conocido para despojarse de los propios vestidos y cubrirse con los de algún pobre pidiéndoselos de prestado, y para experimentar lo que es pedir limosna por amor de Dios» (TC 10).
La ocasión se le presentó a la medida de sus deseos en una peregrinación que hizo a Roma. Después de vaciar, con liberalidad no exenta aún de cierta provocativa ostentación, su bolsillo repleto sobre el sepulcro de san Pedro, salió al atrio de la basílica y allí cambió sus vestidos con los andrajos de uno de los muchos mendigos que, en las gradas de la escalinata, imploraban la caridad de los peregrinos; luego, colocado en medio de ellos, pedía limosna en francés. Tenía ahora la experiencia de la pobreza real, la del pobre, que es al mismo tiempo humillación, inferioridad, falta de promoción pública, y a veces degeneración física y moral.